viernes, 17 de diciembre de 2021

Las vestimentas sagradas del Sacerdote


Las vestimentas sagradas del Sacerdote

Con su raigambre en las antiguas vestiduras de los nobles romanos, -y si queremos remontarnos más atrás- en ornamentos sacerdotales y levíticos de la Antigua Ley- la indumentaria litúrgica destinada a la celebración de los Santos Misterios de nuestra Fe, entrañan, más allá de su “funcionalidad” ritual y su carácter distintivo en el orden de los ministros, un altísimo sentido espiritual.

El vestido en general es, en toda la historia de la cultura humana, un factor “termómetro” de la concepción antropológica y trascendente que haya imperado en esa etapa.
Destinadas a espiritualizar la “forma corporal”, las vestiduras talares (principalmente) han presentado a los ministros de la liturgia, “por encima” de la forma de vestir del seglar, creando así un compromiso de ser testigos vivos de lo que celebramos. No es superfluo o intrascendente que la Iglesia “revista” a sus ministros –por encima de su propio hábito- con otro ropaje propio de la acción sagrada.

Con su simbolismo enseñan a proveerse de armas espirituales en el combate contra el espíritu del mal. Como dijo el apóstol: Las armas de nuestra milicia no son materiales, pero sí poderosas para derribar lo que se le opone. A la par de la reina, adecuadamente ceñida de sus diversos ornamentos, el sacerdote adornado exteriormente con las vestimentas sagradas, debe cuidar que su interior, su alma, esté revestida de buenas costumbres, según lo escrito: Que los sacerdotes estén revestidos de justicia.

El sacerdote sube al altar al encuentro con el Dios vivo y verdadero, trascendente y sacramentado, “in conspectu divinae maiestatis tuae”, “revestido” o “sobrevestido” por la Iglesia, su Madre, quien como Rebeca a Jacob, recubre su pobre humanidad con los ropajes de Cristo –Sumo y Eterno Sacerdote- para que ofrezca al Padre la Víctima Inmaculada, por sus “innumerables pecados, ofensas y negligencias, y por todos los que están presentes, y también por todos los fieles cristianos vivos y difuntos…” (Recomendación de la hostia, Missale Romanum, 1962).